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Mi despacho de la Facultad parece un rastro. El día que lo deje, supongo que aún permanecerán sin colgar la mayor parte de los reconocimientos que he ido acumulando con el paso de los años. Mi desorden no significa que los recuerdos no me importen. Esas estanterías sustentan un caótico inventario de mi actividad iberoamericana. Títulos y diplomas aparte, allí tengo una balsa de totora, una carreta, tucanes, bandejas, esculturas en madera, algún alebrije, una ocarina, unas cuantas chivas, un bastidor de ñandutí y muchísimos otros cachivaches que me ayudan a tener presente una buena parte de mi actividad allende el Atlántico.

Mi pertenencia a la Universidad de Salamanca es la llave que me ha dado acceso a ese otro continente, tan viejo como el europeo; a mí y a otros tantos. Desde hace casi cinco siglos, ha sido nuestra Universidad la que ha hecho del océano un puente, no una frontera insalvable entre los dos mundos. En nuestros días, esa conexión es la que hace que nos visiten habitualmente profesores y estudiantes latinoamericanos; que recorran nuestras calles y sus encantos.

Como todos los años tras las fiestas de Navidad, el Viejo Estudio ha celebrado sus Cursos de Especialización en Derecho (CED). Desde 1995, tras cincuenta y dos ediciones, más de 12.000 cualificados estudiantes de postgrado, reconocidos juristas en sus respectivos países, nos han honrado con su venida; asistiendo a clase, compartiendo su experiencia profesional y constituyendo redes de trabajo, pero también viviendo entre nosotros, conociendo nuestra gastronomía, perdiéndose en nuestros comercios y, en definitiva, dando vida el lánguido enero charro. Muchos han repetido la experiencia: Francisco, Simón, Rafael, Alfredo, Melissa, Carlos, Laura, Gisele, Fernando, César,… En junio, cuando los días se alarguen y comience a apretar el calor, volveremos a contar con su presencia.

No vivimos en una ciudad que tiene universidad, sino en una universidad con una ciudad dependiente. De ello hablaba el pasado lunes con un antiguo vicefiscal general de Colombia. Mi amigo estudió en la Universidad del Rosario, creada hace casi cuatro siglos bajo la regla del Colegio Mayor Arzobispo Fonseca y ahora, que sigue vinculado a su vieja alma mater, ha vuelto a nuestras aulas acompañado de su hijo. Definitivamente, Salmantica docet, aunque muchos no se hayan enterado, haciendo que nuestra ciudad no sea un poblachón más perdido en la estepa mesetaria. Convendría que todos lo tuviéramos siempre en cuenta.

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