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Editor responsable: Rafael Franzini Batlle
sábado, diciembre 20, 2025

¿Cárceles o ciudadanía?

Resulta casi un ritual, cada vez que la inseguridad se instala en la conversación pública —alentada muchas veces por discursos punitivistas y titulares sensacionalistas— las autoridades nacionales, de distinto signo político, salen a anunciar la construcción de nuevas cárceles. Como si levantar muros y encerrar cuerpos fuera la respuesta mágica que resolverá de una vez por todas el problema de fondo.

Escuchamos hablar de vandalismo, robos en manada, hurtos, violencia urbana. Y, acto seguido, escuchamos la respuesta, más cárceles, más represión, más mano dura. Como si eso no hubiera fracasado ya en todos los países donde se ha aplicado.

Pero casi nunca escuchamos a esas mismas autoridades hablar con la misma vehemencia de construir escuelas, centros culturales, clubes deportivos o dispositivos de atención en salud mental en los barrios más olvidados. De garantizar lugares donde se produzca ciudadanía. Porque sí, la cultura hace ciudadanía, la educación hace ciudadanía, el deporte hace ciudadanía, y la salud mental también construye ciudadanía. Son pilares fundamentales que ofrecen sentido, pertenencia y horizonte a quienes muchas veces solo encuentran esquinas vacías, abandono institucional y ocio mal desarrollado.

No tenemos que esperar a estar —como lo estuvieron— ciudades como Medellín o Bogotá para darnos cuenta de que hay otro camino. Allí entendieron, después de atravesar períodos de violencia brutal, que una biblioteca multimodal en cada barrio, un centro cultural, un polideportivo y un centro comunitario de salud mental son tanto o más efectivos para la convivencia y la seguridad que una comisaría o un patrullero. Allí comprendieron que un espacio deportivo abierto, una escuela de música, un taller de teatro o un consultorio psicológico comunitario no son lujos, no son accesorios, son infraestructura social. Son plataformas desde las cuales se construye comunidad, pertenencia, sentido, salud y, por, sobre todo, futuro.

Porque cuando un niño patea una pelota en un club de barrio, cuando un joven descubre el teatro o la danza, cuando aprende a tocar un instrumento, cuando puede hablar, ser escuchado, recibir apoyo emocional, cuando puede imaginar un proyecto de vida que no esté ligado a la supervivencia en la calle, ahí se rompe la lógica del delito antes de que siquiera aparezca. Porque ahí donde hay cultura, educación, deporte y salud mental, hay también comunidad, afecto, identidad y redes de contención.

La cárcel aparece entonces como una solución cómoda. Rápida. Aparente. Un placebo social que permite a los gobiernos decirle a la población que estamos haciendo algo. Pero en realidad es apenas una respuesta superficial que deja intactas —cuando no agravadas— las verdaderas causas de la exclusión, la violencia y el delito.

Porque no se trata de negar que haya hechos de violencia. Los hay, y son dolorosos, y afectan la vida cotidiana de las personas. Lo que sí debemos cuestionar es la trampa del reduccionismo. La ilusión de que encerrando personas —la mayoría jóvenes, pobres y provenientes de contextos de vulnerabilidad estructural— se resuelve lo que en realidad es un problema social, económico, educativo, cultural, emocional y comunitario mucho más profundo.

Nadie nace delincuente. Nadie llega al delito por genética ni por destino. Es el resultado de trayectorias marcadas por la desigualdad, la falta de oportunidades, la ausencia de redes de protección, de acceso digno a la educación, al trabajo, a la cultura, al deporte, a la salud física y, sobre todo, a la salud mental. Lo saben los especialistas, lo saben los educadores populares, lo saben los propios trabajadores del sistema penitenciario que ven, día tras día, cómo las cárceles son fábricas de reincidencia y no de reinserción.

Sin embargo, seguimos atrapados en un círculo perverso. Más delito, más cárceles. Más hacinamiento, más violencia. Más represión, más exclusión. Y mientras tanto, los mismos territorios que hoy se estigmatizan como focos de inseguridad son los que desde hace décadas no tienen inversión pública suficiente, no tienen espacios de desarrollo humano, no tienen dispositivos de salud mental, no tienen otra presencia del Estado que no sea la de la policía o la represión.

La pregunta es incómoda, pero necesaria. ¿Cuándo vamos a dejar de construir cárceles para empezar a construir ciudadanía?

Y construir ciudadanía no es un enunciado hueco. Es garantizar que en cada barrio haya espacios donde los niños y los jóvenes puedan descubrir que hay otros mundos posibles. Que hay otras formas de ser, de estar, de habitar. Que la palabra, la música —y porque no, la musicoterapia—, el deporte, la escucha terapéutica, la contención emocional, el teatro, la danza, la literatura, el juego, son herramientas de emancipación tanto o más potentes que cualquier plan de seguridad.

Las experiencias de Medellín y Bogotá no son discursos teóricos. Son pruebas concretas de que invertir en cultura, en educación, en deporte, en salud mental y en espacio público no es filantropía ni romanticismo, es una política seria, eficaz, transformadora. Allí entendieron que una biblioteca es un acto de justicia social. Que un centro cultural es una trinchera contra la exclusión. Que una cancha deportiva es más poderosa que cualquier celda. Que un centro de atención psicosocial puede evitar que una vida se desbarranque.

No es un problema de recursos. Cuando se quiere, aparecen millones para levantar muros, rejas, pabellones u otras majaderías. Pero rara vez esos mismos recursos se destinan con la misma voluntad política a transformar los barrios, a fortalecer la educación pública, a promover políticas culturales y deportivas, a garantizar el acceso universal y comunitario a la salud mental, a generar empleo digno, a acompañar a las familias y a las comunidades.

Y es que la cárcel, además de ser un negocio para algunos, es también un discurso que rinde políticamente. Funciona como una promesa de orden, de control, de castigo ejemplar. Aunque sea mentira. Aunque esté demostrado —por años de evidencia empírica— que aumentar las penas y llenar las cárceles no reduce el delito, sino que lo reproduce.

Si de verdad queremos vivir en una sociedad más segura, el camino no pasa por construir más prisiones. Pasa por construir más cultura, más deporte, más educación, más salud mental y más comunidad. Por reconocer que detrás de cada joven que delinque hay una historia que el Estado ignoró, un vacío que la sociedad no supo —o no quiso— llenar.

La verdadera seguridad no nace del miedo, sino de la justicia social. La paz no es el silencio que imponen las rejas, sino la armonía que se construye con educación, con cultura, con deporte, con salud mental, con igualdad y con dignidad.

Mientras sigamos creyendo que la cárcel es la solución, seguiremos perpetuando el problema. No es encerrando personas que se construye una sociedad mejor. Es abriendo puertas. Las puertas del acceso, del conocimiento, del juego, del arte, del pensamiento, del deporte, de la contención emocional y de la oportunidad. Estas son las únicas que realmente pueden romper el círculo de la violencia, el abandono y la exclusión.

1 COMENTARIO

  1. Llevo un tiempo siguiendo esta publicación y no puedo evitar sentir una profunda desconexión entre su presente y su pasado. Lo que en su día fue un diario relevante hoy parece haberse convertido, como mucho, en un hobby o un pasatiempo digital sin la ambición ni el impacto de antaño.

    Entiendo la nostalgia y el cariño por una marca histórica, pero mantenerla activa cuando su esencia como periódico impreso cesó hace décadas plantea una pregunta incómoda: ¿no es mejor recordar con honor lo que fue, en lugar de alargar artificialmente una existencia que ya no representa lo que su nombre evoca?

    Esto no es un diario. Ya no. Y pretender que lo es, resta valor a su propio legado. Ojalá esta reflexión sirva para replantearse qué quiere ser realmente en el siglo XXI: un archivo viviente, un proyecto de nicho o simplemente un recuerdo digno que no force su lugar en un mundo que ya le dio la espalda.

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