Fernando Pereira hace su trabajo, que es criticar al gobierno y lo hace contumazmente”, dijo hace pocos días el presidente Luis Lacalle Pou. Y la observación de Lacalle sobre el líder del principal partido de oposición, el Frente Amplio, —no importa si fue hecha a modo de queja, de diagnóstico o como resignada aceptación de la realidad— no debería implicar un reproche.
Criticar al gobierno desde la oposición es consustancial a la democracia, esencial en el ejercicio de la libertad, y confirmación de la buena marcha de la República. No es necesario escribirle un glosario al estado de derecho para comprenderlo. Porque el gobierno no hace todo, no hace todo bien, y lo que hace, o cómo lo hace, no necesariamente tiene que ser del agrado de la oposición que —parece de Perogrullo— por algo es oposición.
De todas maneras, así como debe comprenderse que es trabajo de la oposición la crítica al gobierno, aunque sea porfiadamente contumaz, debe exigirse que esa labor imprescindible para el funcionamiento del sistema político no se convierta en un ejercicio de banalidad, cuando no de mala fe, en cuyo caso, en ambos grados de perversión, no constituiría un aporte ni a la democracia, ni al bienestar del país.
El mundo en general, los países en particular, están llenos de ejemplos del mal aprovechamiento del sistema democrático. Y la falta de rigor u honestidad de la crítica forman parte de la imperfección del sistema o, peor, su bastardeo. Un opositor que critica al gobierno diciendo que le “robó” las elecciones sin poder demostrarlo no está lejos de otro que se opone a una reforma educativa haciendo hincapié en el “mal carácter” de quien la llevaba adelante, Germán Rama, y no en el contenido de la de propuesta. Son ejemplos extremos, es cierto, pero con impacto negativo directamente proporcional a la sinrazón de su asidero
.¿Alguien se acuerda de la férrea oposición a la intención del presidente Jorge Batlle de traer una planta de pasta de celulosa? Eso sucedía en medio de una crisis financiera originada en el exterior que suponía un desangre económico, financiero y social en el país. Eso sucedía cuando primer mandatario no ocultaba —lo decía en círculos privados y también públicamente— que la recuperación del país vendría desde Finlandia.
Las historias que siguieron a los casos que traemos a colación son conocidas. Hoy nadie niega que lo que Rama no pudo culminar en su reforma tiene mucho que ver con el declive que sufrió la educación uruguaya, ni que los opositores a UPM rápidamente se abrazaron a lo que decían combatir, algo que desde la vecina orilla los gobiernos exacerbados del kirchnerismo no perdonaron, y actuaron en consecuencia.
En la actualidad, la reforma de la seguridad social parece pasar por unos carriles semejantes. Que sí, que no, que no se vota, pero que tampoco se combate demasiado, lo cierto es que uno de los tópicos para estar en su contra pasa por el aumento de la edad límite para el retiro algo que, en una decisión del gremio de bancarios en asamblea, fue aceptado como parte de una realidad que no es exclusivamente uruguaya, sino universal.
Las actitudes comentadas causan perplejidad porque posiciones que requieren de marchas y contramarchas según se esté en el llano o en la cima, no parecerían presagiar buena recepción o respeto a quienes la volubilidad les pasa por el acceso al poder. A menos que estemos frente a un fenómeno que seguramente se ha agudizado con la radicalización de una sociedad que, en las redes, del blanco al negro parece marcar el rumbo de todo y de todos, hasta de unos políticos sin más firmeza de criterio que la que encuentra sosiego al calor del mando