El brutal asesinato del candidato Fernando Villavicencio a plena luz del día, en un lugar abierto y con tono de total impunidad, trascendió las fronteras de Ecuador. En cualquier país que aprecie la democracia la noticia espeluzna e interpela a las raíces mismas de la organización estatal.
Este no es un crimen producto de la pasión política o el delirio de una persona que, aún siendo gravísimo, no desafía las bases de la democracia, del pacto social, de la fortaleza del Estado, de la convivencia del colectivo. Hubiese sido horrible, obviamente, condenable hasta las últimas consecuencias, naturalmente, pero no habría sido más que un arrebato personal producto de la ceguera o la pasión. Y su represión y castigo sería lo esperable y posible en un estado de derecho.
No. Acá estamos ante otra realidad. “Si no es un estado fallido, entonces Ecuador ya ha avanzado de manera alarmante en el camino hacia convertirse en un “narcoestado” dijo el analista de “Americas Quarterly” Will Freeman. La muerte de Villavicencio se debe al Crimen Organizado, a su poder, a su corrupción y a su permanente desafío a la única organización capaz de detenerlo, el Estado.
Como cada vez que suceden hechos que consternan al público suenan las alarmas y las respuestas más fáciles —desgraciadamente simples— son producto de razonamientos lineales, a los cuales, muchas veces, se confunden con el sentido común. El problema, sin embargo, es que el sentido común para combatir el crimen organizado y la inseguridad, se queda corto. Las causas del criminalidad organizada son multidimensionales.
Al crimen organizado y, dentro de este, al narcotráfico, no se lo combate con aumento de penas, ni con más cárceles. De hecho, las cárceles no están llenas de líderes de cárteles, ni de lavadores de activos, ni de traficantes de armas, ni de contrabandistas de seres humanos. Los dirigentes de la empresa criminal dificilmente son encerrados y si lo son, la efectividad de su aislamiento en una prisión es absolutamente relativa.
Las cárceles están llenas de reclusos que cometieron crímenes de bagatela, de personas que entran y salen, de individuos que en porcentajes altos son consumidores de drogas y de quienes que en una proporción grande ya han pasado previamente por instituciones de justicia juvenil donde, pruebas al canto, hubo una oportunidad de rehabilitación perdida.
Pocas semanas atrás Javier Sagredo, el director Programa de Cooperación entre América Latina, el Caribe y la Unión Europea en materia de política de droga, “Copolad”, de visita en Uruguay dijo que se estima que sólo el 1% de las ganancias del negocio de la droga son rescatadas para los estados. Y si bien es difícil cuantificar el volumen económico de las actividades ilegales, lo que recuperan los países —aún con la tipificación de nuevos delitos como el lavado de activos, el enriquecimiento ilícito, y una batería de regulaciones y desarrollos doctrinarios — parece ínfimo si se toman en cuenta los niveles de consumo y el valor de la droga en la calle.
También hace pocos días la Secretaría Nacional para la Lucha contra el Lavado de Activos y el Financiamiento del terrorismo hizo pública la Evaluación de Riesgo de Lavado de Activos y Financiamiento del Terrorismo (Actualización 2023). Sabido es que el blanqueo de capitales no se combate con un ábaco, sin embargo, nuestra Unidad de Información y Análisis Financiero “posee escasos recursos humanos y tecnológicos. Ello limita la capacidad de llevar a cabo la labor de supervisión, análisis operativo y estratégico y, a la vez cooperar eficazmente con las autoridades de aplicación de la ley”.
Es decir, las debilidades inherentes a la disparidad de fuerzas que muchas veces existe entre las fuerzas del orden y el crimen organizado exigen decisiones fundamentadas y estratégicas, no medidas populistas al estilo Nayib Bukele que no son más que la repetición de viejas políticas de “mano dura” implementadas hace décadas, cuya efectividad, mirada en retrospectiva, es debatible.
Separando los tantos, entonces, a la hora de delinear las políticas contra el crimen organizado —que desde aquí podemos hacer bastante en la materia, porque la empresa criminal no tiene las fronteras que separan a los países y que muchas veces complican la cooperación internacional— y también determinar las políticas públicas de seguridad, es bueno tener en cuenta las diferencias entre los distintos tipos de violencia relacionados con las drogas.
Fortalecer instituciones como las Unidades de Análisis Financiero, capacitar recursos humanos en el uso de herramientas de cooperación internacional, adecuar tipos penales a las convenciones, es una cosa. Atender a una población carcelaria que crece y crece, rehabilitarla, tratar su consumo de drogas problemático y ofrecerles redes de contención a su salida del encierro, es otra.
Y como nuestra sociedad ha cambiado mucho (ya no somos el modelo del que nos enorgullecíamos en las primeras décadas del siglo pasado), ni que hablar que muy otra es recomponer a través de la educación el tejido social obviamente dañado cuando sólo 4 de cada 10 adolescentes termina los 6 años de enseñanza media.