(*) Editor responsable de El Día. Subdirector y redactor responsable de El Día entre 1985 y 1988. Ex-funcionario de OEA entre 1995 y 2012 y de Naciones Unidas entre 2013 y 2019 en las áreas de política de drogas y crimen. Fue Jefe de la Unidad Anti Lavados de Activos y Secretario Ejecutivo Adjunto de la CICAD en la OEA Y Representante de la Agencia de Naciones Unidas de Drogas y Delitos para el Brasil y el Conosur en la ONU.
Definir la reducción de daños como la estrategia de salud pública que mitiga los efectos nocivos del uso drogas mediante condiciones de consumo más seguras, es corto y aceptable. Pero para quienes trabajamos en este campo por casi 25 años, carece de alma(*)
Escuché por primera vez una discusión sobre la aplicación de esa política en la Comisión de Estupefacientes de Naciones Unidas. Canadá y Brasil la defendían mientras Estados Unidos se oponía a rajatabla —y yo no alcanzaba a entender cómo se podía estar en contra de la implementación de medidas que trataban de evitar la propagación del SIDA y la Hepatitis B entre usuarios de drogas.
Pasó un cuarto de siglo y gracias a acuerdos entre Republicanos y Demócratas Estados Unidos cuenta con 36 estados, más el Distrito de Columbia, que aceptaron la reducción del daño. En trece de los dieciséis que lo han hecho en los últimos dieciocho meses el Partido Republicano tiene mayoría parlamentaria, lo que no es un dato menor.
El uso de tiras reactivas que identifican la presencia de fentanilo en la cocaína y la heroína, dejó de ser un delito gracias al consenso entre los partidos norteamericanos. Lo que antes era percibido como un incentivo al consumo esas drogas, ahora es visto como una forma de prevenir las sobredosis producidas por el fentanilo, un potente opioide sintético responsable de la crisis de muertes entre consumidores estadounidenses.
Se podrá argüir con satisfacción que esto es el triunfo de la evidencia científica en el desarrollo e implementación de políticas de drogas, sí. Pero además es el reconocimiento que el humanismo debe permear las políticas públicas de drogas. La pena es que el cambio de timón tenga mucho que ver con el número de muertes por sobredosis, que actualmente matan a más de 100.000 norteamericanos por año.
Es que distribuir jeringas y condones entre consumidores de drogas o facilitar locales limpios, desinfectados y supervisados para usuarios de drogas (generalmente provenientes de entornos vulnerables) es, además de una medida acertada de salud pública, la aceptación de que las políticas de drogas han de informarse en los Derechos Humanos, poniendo como centro al individuo, no a las sustancias.
Porque es el individuo quien consume, es el individuo quien por circunstancias síquicas o sociales, deviene usuario problemático; es el individuo quien mantiene relaciones sexuales riesgosas bajo el efecto de estupefacientes y es el individuo a quien hay que tratar. En fin, es el individuo a quien hay que recuperar para insertarlo en la sociedad.
Pero como el problema tiene multiples aristas —desde el impacto en la salud, la contribución a la violencia, la influencia en la productividad, la asociación al delito, hasta el impacto en la gobernanza— las soluciones enfocadas en la persona la trascienden y terminan impactando a la comunidad en su conjunto, proyectándose en la vida nacional y adquiriendo connotaciones universales. Eso es lo que una buena política de drogas debiera lograr, y el objetivo de quienes trabajamos o trabajan en este tema.
La evidencia tiene que ser la base de un diseño correcto de políticas de drogas. Así, para que prevención se base en ella hubo que plantearse hipótesis, medir impactos, saber más y mejor. Para aceptar que un adicto es o debe ser sujeto de derecho de salud, no de derecho criminal, hubo que generar conocimiento sobre qué cosa es la adicción, sin preconceptos.
Y para buscar alternativas al encierro de usuarios problemáticos que transgredieron la ley por causa de su enfermedad, hubo que ir a lo profundo de sus realidades biológicas y sociales; analizar las posibilidades reales de rehabilitación que ofrece el sistema carcelario; medir el consumo en prisiones; conocer las tasas de prevalencia de adictos con VIH-SIDA, así como de población carcelaria con tal dolencia. Además, fue preciso producir datos sobre las tasas de reincidencia de uso de drogas y comisión de delitos de quienes se beneficiaron con medidas alternativas a la privación de libertad en comparación con aquellos que fueron directamente a los sistemas tradicionales de justicia y prisión.
Si se busca desarrollar una política pública de drogas, cumpliendo con algunas reglas mínimas los objetivos estarán dados por todo ese conocimiento previo y necesario. El diseño debe involucrar a una cantidad de partes con responsabilidad en el asunto —gobierno, sociedad civil, academia—y un debate basado en datos que resistan el análisis. Pero sobretodo, dejar los prejuicios, sean políticos, sean religiosos, de lado. Solo así el humanismo necesario para abordar el tema aflorará sin traumas, sin necesidad de esperar 100 mil muertes