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Editor responsable: Rafael Franzini Batlle
sábado, diciembre 20, 2025

Mercosur: el arte latinoamericano de no avanzar

Por más de tres décadas, el Mercado Común del Sur —creado en 1991 por el Tratado de Asunción— ha sido presentado como un sueño de integración económica. Pero los hechos demuestran que el Mercosur ha mutado en un espacio predominantemente político, donde las afinidades ideológicas de los gobiernos pesan más que los objetivos comerciales. Lo que nació como una unión aduanera “imperfecta” destinada a impulsar el comercio intrarregional, se transformó en una arena diplomática que ha oscilado entre la expulsión y el ingreso selectivo de países, las suspensiones políticas y los vetos cruzados.

La historia lo deja claro. En 2012, tras la destitución exprés del presidente paraguayo Fernando Lugo, el bloque suspendió a Paraguay al invocar la “cláusula democrática”. Luego de esa medida, se autorizó el ingreso de Venezuela, bloqueado hasta entonces por el Senado paraguayo. Paraguay fue reincorporado al año siguiente. Pero el daño estaba hecho: el Mercosur había utilizado por primera vez su marco institucional con fines políticos evidentes. En 2017, el mismo instrumento —el Protocolo de Ushuaia— fue invocado para suspender a Venezuela, esta vez por “ruptura del orden democrático”. La ironía es evidente: el bloque, que en un momento fue vehículo de inclusión ideológica, se convirtió en una herramienta de exclusión política.

Estos episodios marcan el tránsito del Mercosur de un foro económico a un club político. Los gobiernos progresistas encontraron en él un instrumento de alineamiento regional —sobre todo durante los años de Lula, Kirchner y Chávez. Los gobiernos de centro o de derecha han debido navegar entre la prudencia diplomática y la frustración ante el estancamiento comercial.

A nivel interno, el Mercosur ha contribuido a mejorar el comercio entre sus miembros, pero con resultados desiguales. Brasil, por el peso de su producto interno bruto —más del 70% del total del bloque—, se ha beneficiado como exportador neto dentro del grupo. Uruguay y Paraguay, por el contrario, han dependido de los vaivenes de las políticas proteccionistas de Buenos Aires y de la capacidad de Brasil para sostener su mercado interno. El bloque, que debería equilibrar economías, terminó consolidando asimetrías: Brasil es el gigante; los demás gravitan en torno a su poder económico.

Fuera del bloque, los resultados han sido modestos. Desde 1991, el Mercosur apenas ha concretado acuerdos relevantes: con Israel (2007), Egipto (2010), Palestina (2011) y Singapur (2023). En términos globales, su capacidad de negociación ha sido mínima frente a otros bloques como la Unión Europea o el Tratado Transpacífico. Mientras Asia teje una red de tratados comerciales dinámicos, el Mercosur se enreda en discusiones burocráticas sobre aranceles y consensos.

Tras veinticinco años de negociaciones, el Mercosur y la Unión Europea anunciaron en 2024 la culminación del tan esperado acuerdo comercial. Pero, pese a la euforia inicial, su entrada en vigor continúa empantanada. En Europa, países como Francia, Polonia e Irlanda han bloqueado la ratificación del tratado, aduciendo riesgos de competencia desleal para sus agricultores y diferencias insalvables en materia ambiental.

El problema, sin embargo, no se limita al frente europeo. Dentro del propio Mercosur, la lentitud burocrática y la rigidez institucional del bloque han paralizado los avances. Mientras Uruguay y la Argentina de Javier Milei reclaman mayor flexibilidad para negociar acuerdos bilaterales, Brasil y Paraguay se aferran al principio de consenso y al arancel externo común, pilares históricos del esquema integracionista. Esa dicotomía entre pragmatismo comercial y ortodoxia integracionista refleja el estancamiento estructural del Mercosur.

El Mercosur parece hoy más un espacio de diplomacia simbólica que una unión aduanera funcional. Su burocracia, su lentitud y su dependencia de los ciclos políticos nacionales lo han vuelto ineficaz para generar un crecimiento regional sostenido. La cláusula democrática, concebida como salvaguarda institucional, se utiliza como palanca política; la integración económica se subordina a la coyuntura electoral.

Uruguay, el miembro más pequeño, enfrenta un dilema existencial: seguir dentro del bloque, esperando una modernización poco probable, o buscar acuerdos por su cuenta, arriesgando represalias comerciales. Salir sería una decisión histórica; quedarse, una condena a la irrelevancia si el Mercosur no cambia.

Treinta años después de su fundación, el Mercosur es un espejo de las contradicciones latinoamericanas: grandes discursos integradores y escasos resultados concretos. Su historia —expulsiones, reincorporaciones, parálisis negociadora— demuestra que los intereses políticos han desplazado el sentido económico original.

El Mercosur es una institución que habla de integración, pero practica la fragmentación. Mientras Brasil impone su peso, Argentina busca reinventarse, Paraguay defiende las reglas y Uruguay pide aire, el bloque se hunde en su propia retórica. Y la pregunta ya no es si el Mercosur debe reformarse, sino si aún vale la pena sostener una estructura que, más que unir, divide.

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