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Editor responsable: Rafael Franzini Batlle
sábado, diciembre 20, 2025

La construcción de los liderazgos ha sido una constante desde la más remota antigüedad. La fuerza, el coraje, el talento militar, fueron las condiciones que se le reclamaban en la noche de los tiempos a los hechiceros, los capitanes y los profetas. Con la aparición de los estados nacionales se incorporará a estas el arte del gobierno, como lo describe Machiavello, sin erradicar aquellas condiciones originales: la fuerza, la razón y la política discutiblemente desligada de la moral. En ese proceso, desde hace más de  quinientos años, las organizaciones políticas han avanzado en su evolución junto a las sociedades que las reflejan. Al margen del estado solo crecían los caudillos sociales casi siempre fuera  de la ley. Eric Hobsbawm nos obsequia una cita a nuestro Artigas en su libro Bandidos; dice que fue “contrabandista”. 

Con el siglo XX y la afirmación de la democracia a través de procesos electorales, los liderazgos se empiezan a moldear con los avances técnicos y el laboratorio. Durante la primera mitad de ese siglo hay una sumatoria de ambos factores asociados. Por ejemplo, en Estados Unidos, desde el siglo XIX, el ferrocarril se convirtió en una campaña electoral ambulante, llevando a los candidatos en giras enormes, pueblo a pueblo, hasta los confines del país. En Uruguay hubo que esperar que Luis Alberto de Herrera pusiera en marcha su “tren relámpago” para que en una campaña electoral, el candidato recorriera todo el país. El contacto personal se asociaba a la imprenta en la actividad proselitista.

Por otro lado, el laboratorio, también se desarrolló en la medida que las ciencias sociales pusieron el foco en las elecciones. El candidato debió exhibir condiciones previamente determinadas, para satisfacer demandas detectadas y así sumar los votos. No quiere decir que esto no existiera antes. Julio César o Cicerón sabían de sobra lo que los romanos querían oír, pero el avance de las ciencias sociales y la tecnología lo cambiaría todo.

En la tercera década del siglo XX hubo un caso que puso de cabeza la idea de campaña electoral: Adolfo Hitler. Cambió desde lo técnico con el uso del avión en la campaña, el cine, la radio, la escenografía, pero también cambió el laboratorio social. Solo de esa forma se logró construir un liderazgo en el imaginario del electorado. Esto está explicado. En contraposición a lo que se había establecido como el liderazgo “tradicional” y “legal” (que descansa en normas impersonales racionales y burocráticas), Max Weber definió el liderazgo “carismático”. El carisma es una cualidad determinada por las percepciones subjetivas de los seguidores. Ese liderazgo se sostiene en el mensaje sin pausa, los anuncios diarios, el triunfalismo exacerbado para el reconocimiento del candidato como el “enviado”. Lo “nuevo” que curará todos los males y traerá la salvación. Ese modelo de liderazgo construido por maquinarias de propaganda poderosas, mucho dinero y estudios de mercado refinados, tiene un solo enemigo: lo cotidiano. Basta que ingrese en la rutina para desmoronarse. Un ejemplo muy actual de este modelo es Javier Milei, quien cuenta con una situación óptima para su desarrollo como líder “carismático”: la grave crisis económica, política y social del vecino país. Estos liderazgos conectan con las masas cuando los países padecen crisis como la de Argentina o la de la República de Weimar. Superada la crisis, la gente retoma la elección de candidatos tradicionales y legales. El ejemplo paradigmático es Winston Churchill: terminó la guerra y perdió las elecciones.

Con el pasar de los años las ciencias sociales han identificado otros muchos diferentes tipos de liderazgos. Modelos a construir con las cada día más avanzadas tecnologías y uso de datos de las redes sociales. Nadie escapa a la segmentación y el encasillamiento. (Esto suena un poco orwelliano ¡y lo es!) Desde que Zygmunt Bauman escribió sobre la sociedad líquida, el líder quedó condicionado a las características de su entorno. Hoy el líder adapta su contenido a la forma que le impone el continente social. Ya no puede ser el enviado, tampoco el estadista que promueve solo su programa de reformas, ni puede ser el burócrata garante de toda estabilidad. Hoy debe ser un formador de equipos, debe tener una amplitud multidisciplinaria, debe ser la referencia de una obra colectiva. Y para eso, el candidato a líder tiene que ser sólido. Para poder bucear con éxito en la liquidez ambiente. En el clima de incertidumbre y riesgo de nuestro tiempo, el líder no es el engranaje más importante, es el eje cultural de la máquina.

Y si todo esto le toca al líder… ¿qué nos queda a los ciudadanos? Pues aprovechar esta anhelada pausa de la veda y bajarse del vértigo líquido. Reflexionar del mismo modo que lo hizo el homo sapiens en las cavernas, pensando en sus urgencias materiales y en su gente, en su familia. Hoy es demasiado complicado decir que se vota por el país. Primero el techo, el pan y la familia. Si eso está, el país estará en marcha.

Porque no es sencilla cosa elegir un cacique con las condiciones que el mundo hoy les reclama.

¡Buena elección para todos!

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