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Uruguay se ha ganado aplausos internacionales por su transición hacia las energías renovables. Más del 95% de su electricidad proviene de fuentes limpias, un logro que la coloca como líder en la lucha contra el cambio climático. Pero hay otro sector «verde» que ha marcado la pauta en la economía uruguaya durante décadas: la forestación y la producción de celulosa. Este sector ha traído consigo un crecimiento económico significativo, con inversiones multimillonarias de gigantes multinacionales como UPM y Montes del Plata. Sin embargo, detrás del brillo de las promesas de desarrollo y empleo, surgen interrogantes que no podemos ignorar: ¿Es este modelo realmente sostenible, o Uruguay está sacrificando sus recursos naturales y otorgando renuncias fiscales a costa de su propio futuro?

La política de forestación en Uruguay no es nueva. Se inició en la década de 1980, cuando el Estado promovió activamente la plantación de árboles para diversificar la economía y atraer capital extranjero. Hoy, más de un millón de hectáreas del territorio uruguayo están cubiertas de monocultivos de eucaliptos y pinos, principalmente destinados a la producción de celulosa. Estas grandes multinacionales han encontrado en Uruguay un paraíso: tierra abundante, infraestructura portuaria especializada y, lo más importante, un sistema de incentivos fiscales que es la envidia de cualquier empresario.

¿Pero a qué costo? La industria de la celulosa en Uruguay se ha beneficiado de un sistema de renuncias fiscales que ha generado un debate acalorado. Empresas como UPM han gozado de exoneraciones de impuestos, facilidades arancelarias y condiciones laborales que les permiten operar con márgenes de rentabilidad altísimos. Desde su llegada a Uruguay, estas multinacionales han recibido beneficios como la exoneración de impuestos a la renta, reducción de cargas sobre importaciones de maquinaria, y hasta la construcción de infraestructura pública, como vías férreas y puertos, financiada en parte por el Estado uruguayo. Esto ha generado críticas, ya que mientras las arcas públicas pierden ingresos potenciales, los beneficios para el desarrollo local y la calidad de vida de los trabajadores rurales no siempre son evidentes.

Las plantaciones masivas de eucaliptos han transformado radicalmente el paisaje y los ecosistemas locales. Estas especies, de rápido crecimiento y rentables, demandan enormes cantidades de agua y nutrientes. Como resultado, zonas rurales han sufrido la degradación del suelo y la sobreexplotación de los recursos hídricos. Los monocultivos de eucaliptos secan los suelos y afectan a las napas freáticas, poniendo en riesgo la disponibilidad de agua para la agricultura y otras actividades productivas. Todo esto mientras las empresas forestales siguen cosechando beneficios fiscales y expandiendo sus operaciones.

El impacto sobre el agua es uno de los temas más sensibles en el debate ambiental en Uruguay. A pesar de que el país se promociona como un «modelo verde», ha enfrentado serios problemas de contaminación y escasez de agua, particularmente en cuencas como la del Río Santa Lucía, que abastece a la mayor parte de la población. Las actividades forestales han contribuido a esta crisis, sumándose al uso intensivo de fertilizantes y pesticidas en otras áreas productivas. Sin embargo, todos los gobiernos de todos los partidos, han sido reacios a imponer regulaciones más estrictas a las multinacionales del sector forestal, temerosos de que cualquier medida que afecte sus intereses pueda asustar a los inversores.

En este contexto, la política medioambiental uruguaya ha adoptado un tono ambiguo. Por un lado, se celebra la transformación energética y los avances en renovables, mientras que por otro, se permiten prácticas que erosionan recursos vitales como el agua y los suelos. Las empresas de celulosa han sabido capitalizar las debilidades de la regulación medioambiental, operando bajo estándares que, si bien cumplen con la normativa vigente, no son suficientes para asegurar una verdadera sostenibilidad. Todo esto mientras continúan beneficiándose de las exoneraciones fiscales, que representan un agujero en las finanzas públicas y que perfectamente podrían dar respuesta a temas fundamentales como la pobreza, la niñes, la seguridad social o la educación entre otros.

La justificación política de estas renuncias fiscales ha sido que las multinacionales generan empleo y dinamizan la economía local. Pero, ¿es esto realmente cierto? Los trabajos que el sector forestal y de celulosa crea son, en su mayoría, temporales y de baja calificación, lo que deja a muchas comunidades rurales dependiendo de empleos estacionales, sin garantías a largo plazo. Mientras tanto, los pequeños productores rurales ven cómo sus tierras son ocupadas por monocultivos que desplazan otras actividades más diversificadas, como la ganadería o la agricultura familiar. Esto no solo afecta el tejido económico local, sino también el modelo de desarrollo social en las zonas afectadas.

Entonces, ¿qué queda para Uruguay en este modelo? La realidad es que la política ha sido cautelosa. En lugar de enfrentarse a las grandes corporaciones y exigirles mayores contribuciones fiscales o un compromiso más serio con la protección ambiental, los sucesivos gobiernos han optado por un enfoque de «crecimiento a cualquier costo». Las reformas estructurales que se necesitan para garantizar que el país pueda sostener su economía forestal sin comprometer su medio ambiente han sido postergadas una y otra vez, dejando un vacío que eventualmente podría convertirse en una crisis irreversible.

Uruguay tiene la oportunidad de ser un verdadero líder en sostenibilidad, pero para lograrlo, deberá repensar su relación con las multinacionales del sector forestal. Es hora de que la política asuma un papel más activo, no solo regulando de manera efectiva, sino también exigiendo a estas empresas que contribuyan adecuadamente al desarrollo del país. Porque si bien la celulosa puede seguir generando beneficios a corto plazo, el verdadero costo lo pagarán las futuras generaciones que verán cómo los recursos hídricos y los suelos que hoy se explotan ya no estarán disponibles mañana.

En resumen, Uruguay no puede conformarse con ser un «modelo verde» solo en la superficie. Para lograr una sostenibilidad real, deberá equilibrar el crecimiento económico con la protección de sus recursos naturales y asegurarse de que las renuncias fiscales no sean el precio de hipotecar su futuro. El desarrollo no puede ser a costa de un medio ambiente que, cuando se agote, no podrá ser reemplazado.

 

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